A mi madre, que se va.
-Mi
hijo… -¿Qué,
madre?
Se
escapan las breves palabras,
dos
gotas de fina lluvia en el secarral del silencio,
con
dos bocanadas de estéril esfuerzo.
Los
hundidos ojos, por un momento entreabiertos,
han
reconocido la silueta cercana.
-Mi
hijo… -¿Qué,
madre?
La
silla de ruedas cada día más liviana
lleva
el cuerpo desolado, encogido,
ovillo
de lanas y vendajes,
al
rincón placentero de la intimidad compartida.
-Mi
hijo… -¿Qué, madre?
Las
puntas de los fríos y azulados dedos
antenas
artríticas de tenues movimientos
tientan
la mano reposada en el regazo,
mínima
conexión de la maternidad primigenia.
-Mi
hijo… ¿Dónde está el padre?
Otra
vez la boca desdentada en un mar de arrugas,
cara
afilada a golpe de amargura.
¡Ay!
No soporto la ingratitud
de
hacerle entender que murió hace años.
Contemplo
en silencio sus desvaídas quejas,
la
leve respiración que espera el fatal momento
que
desvanezca el sufrimiento de la infinita soledad,
de
los huesos quebrantados, de la carne fatigada.
(Noviembre de 2011)
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