Don Salvador se llamaba, don
Salvador para todos,
en el parque y en la escuela,
en la calle y en el coso,
él tenía muchos años, yo unos
pocos.
Recuerdo su traje gris y mis
pantalones cortos,
su camisa siempre blanca, las
mías con algún roto,
a pesar del frío invierno, no
llevaba guardapolvo.
Su blanco pelo ondulado, y
mis rizos revoltosos,
sus manos elocuentes,
grandes; cortezones en mis codos,
su cálida mirada azul, la
curiosidad en mis ojos.
Su palabra sabia y recta, en
la forma y en el fondo,
su letra redonda y clara,
sobre el encerado fofo
y en la esquina de su mesa el
enigmático globo.
Le recuerdo corrigiendo mis
cuentas y mis esbozos
y cómo nos explicaba las
guerras contra los moros,
la vida de las abejas, lo
enorme que es el cosmos.
Cuadernos de redacción, la
vida de san Isidoro,
nos leía poesía con la
frescura de un soplo,
nos hablaba de valores, de
justicia sobre todo.
Cuando entrábamos en clase se
acababa el alboroto,
pero el patio era de juego,
al burrico y al birlocho.
Y a la hora del recreo, el
cazo con leche en polvo.
Medio siglo es mucho tiempo.
Ahora que mi trabajo de
maestro se va yendo poco a poco,
entre escuelas, aulas,
alumnos, mil imágenes de rostros,
una se ilumina más,
fugazmente, como un rescoldo,
la de mi maestro de quinto, don Salvador, ¡qué maestro!