Anoche, con voz de hierro y
abismo, me habló Ofión,
el primero, el creador
copulador - debo llamarle así -,
desde su última estancia de
humo,
desde el ayer y el recuerdo
del ayer.
Me habló con gritos
desdentados, con su dolor
negro y amargo, con su
mordido orgullo único y desterrado.
No lo sabe, o no lo quiere
saber, pero la otra
estaba antes, no él, mero
producto del viento
venido del septentrión.
¿Olvidaste que es peligroso
frotar el viento? Frío viento
del norte ¡ay! que alberga el
gran ofidio en su seno,
que pasa si no lo mueves, que
escapa si no lo tocas.
Ese frío viento boreal
preñador de yeguas y diosas.
Llegó enroscado en el aire,
me dijo, y quedó azorado en sus dedos.
Entre el pulgar y el índice
de tu mano diestra, Eurínome,
los que culminan la danza
desnuda y solitaria
de tu cuerpo sobre las olas
brumosas del mar eterno,
quebró el remolino
evanescente. Y te sentiste bien.
Y Ofión danzó contigo, y tú
con él. ¿Quién te enseñó esa danza?
¿Acaso fueron las olas que
mecen el ritmo lento?
¿O fue la luz cegadora del
cielo resquebrajado?
La danza era una danza de dos
seres
encontrados, sintiéndose. Al
fin
la danza ya no fue danza,
sino frenética cópula de dos dioses
hilarantes, siguiendo el halo fijado por el místico trasnochador.
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