La luna tenía un gato
blanco y sedoso,
como la luna.
Yo lo miraba y me sonreía,
cerraba sus ojos de gato
y los abría.
Jugábamos a escondernos y
encontrarnos
en la lejanía.
Cuando el gato se iba detrás
de la luna
yo lo llamaba: ¡gato, gato de
luna!
El gato enseñaba su cola de
punta
y me señalaba la estrella que
brilla
más que ninguna.
Hace mucho tiempo que no veo
al gato,
la luna de ahora no es
aquella luna,
el gato se fue a habitar otra
luna
que juega con niños de piel
de aceituna.
¡Ay! Se escapa el recuerdo de
luna y miel.
Se desvanece, foto velada, en la negrura.
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