Bajo
la sangre de otoños,
cuando
el cristal azul atraviesa laberintos
yo,
mezquino hacer de puertas cerradas,
soy
mirada furtiva de lunas quietas.
Quietas.
Llegar.
Al fin, llegar.
Si
pudiera oler la gota fría
que
enmudece en el lirio, que vibra en la rosa,
sería
feliz, tendría sentido,
y
llevaría mi son, mi laberinto, mi rueda,
al
altar único de plegarias rotas.
Rotas.
Llegar,
por fin llegar.
A
la cima del olvido,
al
corazón de la madre,
a
la arista del ruido;
al
punto de no retorno,
al
aspecto desleído
de
tu dicha, de mi goce,
del
grito.
Grito.
Pero
llegar, por dónde:
El
laberíntico surco
que
trazó la inquieta ave
quizá
me lleve, inseguro, como en sueños,
al límite del blanco muro, por una línea en el
aire.
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