A Artur Heras
Callado, el rostro enjuto,
los labios prietos, perdida la mirada,
extrae mecánicamente de la
saca puñados de palabras
que va sembrando a pasos
regulares en la tierra esponjada.
Siembra palabras, todas las
palabras, todas, sin mirarlas:
las importantes, las
inútiles, las que llenan, las que dañan;
granos de sementera que
germinarán una mañana,
cáscaras inocuas, dormidas,
secas, que aún no dicen nada.
Es pronto, pero el sembrador
sabe de su fuerza interior,
lo que pueden llegar a ser
cuando rompan la envoltura.
La palabra germinada echa
raíces, crece y fructifica.
Las raíces de las palabras se
entrelazan,
buscan su tropismo
originario, térreo, ignoto, del que se alimentan.
Las palabras florecen,
muestran su plenitud, embellecen los campos
engendrando a su vez nuevas
palabras que nutrirán la tierra.
El sembrador sabe de todo
esto,
también se alimenta de
palabras.
Por eso cuida de que ninguna
le quede escondida en los
pliegues de la saca,
que todas encuentren su lugar
en el sembrado.
Porque una palabra perdida puede malograr una cosecha.
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